RESOLUCIÓN

Cuando los cuervos encuentran una serpiente moribunda,
Se comportan como si fueran águilas.
Si me veo como víctima,
Sufro por fracasos insignificantes.
Shantideva
La vida ni tiene sentido ni deja de tenerlo. El sentido y su ausencia se lo dan el lenguaje y la imaginación. Somos seres lingüísticos que habitamos una realidad en la que tiene sentido tener sentido.
Para que la vida tenga sentido necesita de un propósito. Aún si nuestro fin es estar aquí y ahora, libre de un condicionamientos del pasado y sin la idea de un objetivo a alcanzar, también tenemos un propósito claro—sin el cual la vida no tiene sentido. Un propósito está formado de palabras e imágenes. Y no podemos salir del lenguaje tal y como no podemos salir de nuestro cuerpo.
El problema no es falta de propósito sino que a menudo está mal ubicado. Nuestros sentimientos cargados de significado duran poco. Resolvemos llegar a ser ricos y famosos, para sólo descubrir finalmente que esas cosas son incapaces de proveernos el bienestar que inicialmente les proyectamos.
Riqueza y éxito están muy bien; pero una vez que los tenemos se desvanece su atractivo. Es como escalar una montaña. Gastamos mucha energía y esperanzas en llegar a la cima, sólo para descubrir cuando llegamos que un pico más alto la hace sentir enana.
En un mundo cambiante y ambiguo, ...hay algo digno de un compromiso total? Es tentador apelar a un "alguien" más allá del espacio y tiempo que nos provee de significado, a un Absoluto trascendente en el cual se asegura el sentido último. Pero,.. no es esta apelación una urgencia a recurrir al consuelo de la religión? ... No es caer presa del embrujamiento del lenguaje? La práctica del dharma no comienza en la creencia de una realidad trascendente sino asumiendo una experiencia angustiosa en un mundo incierto.
Un propósito puede no ser más que un conjunto de imágenes y palabras, con el que sin embargo podemos estar totalmente comprometidos. Ese propósito involucra aspiración, apreciación y convicción: Aspiro despertar, aprecio su valor y estoy convencido de su posibilidad. Esto es un acto enfocado que involucra toda la persona.
La aspiración es tanto un anhelo corporal como un deseo intelectual; la apreciación es tanto una pasión como una preferencia; la convicción es tanto una intuición como una conclusión racional. Independientemente del propósito al que estemos comprometidos, cuando aparecen estos sentimientos la vida se llena de significado.
La angustia viene de un deseo incontrolado de que la vida sea diferente. Frente a un mundo en cambio, ese anhelo busca consuelo en algo permanente y confiable, en algo en control, en un "alguien" que se encargue de nuestro destino. La ironía de esta estrategia es que es justamente la causa que queremos eliminar.
Al querer disminuir nuestra angustia, reforzamos su causa: querer que la vida sea diferente. Nos encontramos en un círculo vicioso. Cuanto más aguda es la angustia, más queremos librarnos de ella, pero cuanto más queremos librarnos de ella, se vuelve más aguda.
Este comportamiento no es sólo un pequeño error al que podemos restar importancia. Es un hábito enraizado, una adicción. Persiste aún cuando somos conscientes de su naturaleza auto destructiva. Para oponerla se necesita de un propósito equivalente de vivir de otra manera.
Sin embargo, es poco probable que esto lleve a un cambio inmediato de la forma en que nos sentimos. Un fumador puede decidirse fervientemente a dejar los cigarrillos, pero eso no elimina el tirón del antojo cada vez que entra a una habitación llena de humo. Lo que cambia es su resolución.
La práctica del dharma se basa en la resolución. Esto no es una conversión emotiva, una comprensión devastadora sobre el error de nuestras vidas, una necesidad imperiosa de ser buenos, sino una reflexión continua y presente sobre prioridades, valores y propósito. Necesitamos seguir ocupándonos de nuestras vidas sin sentimentalismos ni compromisos.
Alguien puede decir: “He resuelto despertar, practicar una vida que me lleve a ello y cultivar amistades que lo nutran” y sin embargo sentir lo opuesto la mayor parte del tiempo. Normalmente estamos satisfechos con pasar de un día a otro, seguir rutinas, caer en hábitos y solo estar, con tan sólo un percepción débil del eco tenue de nuestra resolución más profunda. Sabemos que no es sincero, que no satisface pero lo hacemos. Aún al meditar podemos meternos en la mecánica de la práctica, caer en fantasías, aburrirnos. O volvernos correctos y piadosos.
El despertar es el propósito que engloba todos los propósitos. Lo que hacemos tiene sentido en la medida de que nos lleva al despertar y carece de sentido en la medida en que nos aparta de él. La práctica del dharma es el propio proceso de despertar: los pensamientos, palabras y actos que tejen la tela de la experiencia en un todo coherente. Y este proceso se logra con la participación: se sostiene y madura en las comunidades de amigos.
El proceso de despertar es como caminar en un sendero. Cuando encontramos ese sendero después de horas de buscarlo en la maleza, por lo menos sabemos que vamos a alguna parte. Es más, de pronto descubrimos que podemos movernos con libertad, sin obstáculos. Adoptamos un paso rítmico y fácil.
Al mismo tiempo, estamos conectados con otros: los hombres, mujeres y animales que han caminado antes por este sendero. El camino se mantiene como tal sólo por la huella de los pasos. Del mismo modo que otros han creado este sendero para nosotros, al caminar lo mantenemos para los que vienen atrás nuestro. Lo que importa no es tanto el destino sino la resolución a dar el paso siguiente.
Hollar el camino del despertar puede involucrar todo un rango de propósitos. Por momentos nos concentramos en los detalles de una existencia material: lograr un sustento de acuerdo con nuestros valores y aspiraciones más profundas. Por momentos podemos retraernos: nos desamarramos de las presiones sociales y psicológicas para poder reconsiderar nuestras vidas en un ambiente tranquilo y de apoyo. Por momentos podemos involucrarnos con el mundo: respondiendo con empatía y creatividad a la angustia ajena.
No hay una jerarquía entre estos propósitos; uno no es “mejor” que otro; no “progresamos” de uno al siguiente. Cada uno tiene su momento y su lugar. Si buscamos desprendimiento interior y claridad cuando nuestra vida exterior es un lío, puede que gocemos de escapes periódicos de la agitación, pero no lograremos una ecuanimidad duradera. Si nos dedicamos al bienestar del mundo cuando nuestra vida interior está partida por ideales irracionales y compulsiones sin resolver, podemos fácilmente socavar nuestra propia resolución.
El compromiso al propósito más digno vale poco sin la confianza en nuestra habilidad de poder lograrlo. Podemos consolarnos en un despertar lejano como premio por haber creído en él durante mucho tiempo. Esto es convertir al propósito en palabras: confundir un fin valioso con un ente provisto de una existencia oscura, metafísica.
El anhelo de consuelo puede ser más profundo de lo que nos gustaría admitir. Nos permite sentirnos bien con nosotros mismos sin tener que hacer mucho al respecto. Pero, ..podemos darnos el lujo del consuelo en un mundo donde lo único cierto es la muerte, desconocemos cuando ocurrirá y lo que pase después es tan sólo una hipótesis ?.
El compromiso en la práctica del dharma nos mantiene en pié. Podemos notar cuando nuestro propósito se afloja tornándose un rutina complaciente, y observar cómo buscamos justificarnos en la aprobación de los demás. Podemos ser conscientes de qué tanto buscamos ignorar la angustia o escapar de ella, en vez de entenderla y aceptarla.
Podemos darnos cuenta de que aunque logramos entender mejor nuestras cosas, nuestro comportamiento posterior rara vez cambia. A pesar de nuestro propósito, seguimos siendo criaturas de hábito.
La resolución es activada por la autoconfianza, la que a su vez depende de la autoimagen que tenemos. Si nos vemos como insignificantes, siempre en la sombra de otros, entonces una dificultad muy pequeña nos intimidará. Nos atraerán aquellos que prediquen que el despertar está lejano, accesible a unos pocos privilegiados.
Por otra parte, si nos sentimos superiores a los demás, aunque no nos preocuparán las dificultades, nos sentiremos humillados cuando nos venzan. Rehuiremos la amistad de los que nos pueden ayudar a ver las trampas que nos llevan a otro ciclo de angustia.
La autoconfianza no es una forma de arrogancia. Es seguridad en nuestra capacidad de despertar. Es tanto el valor de enfrentar lo que la vida nos depare sin perder ecuanimidad, como la humildad de tomar cada situación que encontramos como una oportunidad de aprender.
Thuk Je Che Tíbet.

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